24 de enero. Un año más recordando e intentando mantener vivo aquel sentimiento de solidaridad que unió miles de corazones por un hecho abominable y cobarde. La matanza de los abogados de Atocha. Y van ya 41 años. Porque el tiempo no se para pero tampoco consigue que el olvido devore el sentir de todo un país aquellos fatídicos días entre el 23 y el 26 de enero de 1977. Arturo Ruiz, Marilú Nájera, Enrique Valdevira, Luis Javier Benavides, Miguel Sarabia, Serafín Holgado, Alejandro Ruiz-Huerta, Ángel Rodríguez, Dolores González, Luis Ramos, Javier Sauquillo. Las dos primeras, víctimas de la ultraderecha cuando se encontraban en manifestaciones, de los otros nueve, cinco asesinados y cuatro gravemente heridos en el despacho de abogados laboralistas de
CCOO en la calle Atocha, número 55.

No pretendo volver a hacer una crónica de lo que ocurrió. Creo que todas y todos tenemos claro cuáles fueron los hechos de la noche del 24 de enero de 1977.
Mi intención va más allá del mero recuerdo y merecido homenaje a aquellas personas que con sus vidas pagaron querer defender la Justicia social y la Libertad. En esta ocasión me gustaría hacer una pequeña reflexión sobre si realmente supimos en aquellos momentos valorar y reaccionar en consecuencia.
Todos sabemos que durante el entierro de los nueve asesinados en Atocha, el comportamiento de los asistentes fue ejemplar, que la organización y seguridad corrieron a cargo del aún no legalizado PCE. Un PCE que poco después saldría de la clandestinidad y podía por fin abiertamente entrar en el panorama político. No fue hasta febrero del 77, tras la aprobación de la Ley de Reforma Política que los partidos, hasta ahora exiliados, como PSOE, PCE o PNV, pudieron solicitar la legalización y de esa forma dejar de operar en la clandestinidad.
Se daban todas las circunstancias para poder emprender un camino democrático y liberador en el panorama político español. La esperanza de que este país pudiese convertirse en un estado libre, respetando los derechos de la ciudadanía, estaba cada vez más cerca.
Los asesinatos de la calle Atocha y la posterior reacción de la gente hacían creer que la impunidad tocaba a su fin, que finalmente tantos años de crímenes sin castigo encontrarían su justa respuesta. Rápidamente los autores materiales del crimen fueron detenidos, enjuiciados y condenados. Aunque también hubo irregularidades que provocaron la fuga de uno de ellos durante un permiso carcelario otorgado por el juez a cargo del caso.
Era el momento idóneo para, por fin, pedir responsabilidades a tantos crímenes cometidos durante la dictadura y también durante la transición. Una vez legalizados los partidos tenían el suficiente apoyo y la legalidad para exigir esas responsabilidades, hacer Justicia y que nada ni nadie que había tenido parte en la barbarie cometida entre los años 1936 y 1975, quedase impune.
España quería convertirse en un país democrático, aceptado por la comunidad internacional. Era el momento de demostrar, no ya solo al resto del mundo, sino sobre todo a nosotros mismos que éramos merecedores de esa democracia. Pero algo se torció por el camino. Una vez legalizados los partidos, las reuniones a puerta cerrada fueron minando la posibilidad de que basáramos nuestra Democracia sobre la verdad y el reconocimiento de los crímenes cometidos, la condena del franquismo y la redención de las víctimas, injustamente señaladas como criminales y traidores.
Se perdió la oportunidad de limpiar las heridas, permitiendo que se mantuviesen abiertas hasta nuestros días, supurando dolor y decepción. Pero también se propició que, hasta nuestros días, el poder absolutista del franquismo perdure y siga guiando la política actual.
Tras aquellas puertas cerradas, los recién llegados al panorama político y la vieja guardia del fascismo pactaban cada uno su parcela de poder, olvidando tanta sangre inocente derramada que clamaba justicia. No fue una buena base para la convivencia. Partidos históricamente de izquierdas y perseguidos durante la dictadura, sindicatos que solamente habían podido operar desde la clandestinidad, ambos con miles de asesinados en sus filas, ahora pactaban acuerdos con los asesinos en vez de exigir su condena. Repito, algo falló por el camino.
Tal era así, que precisamente actos como los cometidos en la noche del 24 de enero del 77 en la calle Atocha, demostraban que no se había depurado el mal de entre nosotros. Querían seguir imponiendo un régimen absolutista y asesino, dónde no tenía cabida la defensa de los derechos laborales ni sociales.
Y para asegurarse que esto siguiera siendo así, es decir, que nada ni nadie pudiese reclamar la condena de los asesinos, se aprobó en octubre de 1977 la infame Ley de Amnistía, en la cual se garantizaba la impunidad para los verdugos fascistas “nam omne aeternum”.
Y no solamente la impunidad, sino también la garantía que pudiesen seguir en el poder, maquillando su apariencia, pero en el fondo, tan fascistas como siempre. Nuestro panorama político de hoy en día es la consecuencia de aquella traición perpetrada por quienes pasearon la confianza de mucha gente por los enfangados suelos de los despachos en el cual se fueron vendiendo, uno a uno.
Por ese motivo nunca debemos dejar de recordar las muertes de Enrique, Luis Javier, Francisco Javier, Serafín y Ángel. Porque mientras seamos fieles a su memoria, la esperanza seguirá viva. Se perpetró la traición, pero no consiguieron matar las ansias de Justicia. Las generaciones descendientes de los represaliados seguimos al pie del cañón. Porque la verdad solo tiene un camino: el de la memoria recuperada y la reparación.
41 años desde la infamia de los asesinatos, pero también 41 años desde la infamia de la traición a la memoria de las víctimas del franquismo.
Porque al igual que los asesinados de Atocha, los que fueron masacrados en la dictadura, los recordaremos siempre como quienes entregaron su vida por creer en un mundo justo e igualitario. O como muy acertadamente digo Paul Eluard: “Si el eco de su voz se debilita, pereceremos”. Nosotros seguiremos siendo su voz. Siempre.

Autora: Ani García Pérez